sábado, 6 de octubre de 2007

Una cuestión de clima

El sol mandaba en el firmamento, y ya a golpe de mediodía había mandado a unos cuantos paisanos al hospital envueltos en llamas de combustión. Los periódicos soltaban decenas de cadáveres desde otros países, como la India, donde se habían sancochado unas cien personas en medio de una temperatura de 52º. En las sombras de las arboledas y paradas del transporte público resonaban los comentarios:
-¡Este sol nos va matar! -se quejaban todos.
-Es el cambio climático -argüían los más cultos.
-¡Es Chávez, es Chávez! -los más locos.
Crucé la calle junto con una disociada de aquel último grupo que iba vestida con una especie de sayón negro, unos lentes oscuros y un ejemplar del diario El Nacional cuidadosamente protegido dentro de una carpeta transparente que también envolvía una caja de un aparato electrónico. Ofuscado por el calor, me sumergí en un centro comercial con aire acondicionado de esos gigantes que abundan en la ciudad y adelanté así unas cuantas cuadras hacia mi objetivo. Debía cancelar unas cuentas pendiente en la CANTV, central telefónica, ahora bajo la administración del gobierno, recientemente recuperada de las garras del capital extranjero, conjuntamente con otra de celulares.
En la calle, fuera del calor característico de la zona, se hablaba de las últimas movidas meritorias del gobierno, tanto en boca de afectos como desafectos, a saber: la nacionalización de la empresa de teléfonos, la construcción del viaducto Caracas-La Guaira y la organización de la Copa América de fútbol en nuestro país. También se sucedían algunos disturbios protagonizados por un grupo estudiantes de las universidades privadas del país, quienes protestaban la no renovación de la concesión de transmisión de un famoso canal de televisión, metido en los últimos años a agitador político. Aunque, dada la emoción por el evento de la Copa América, parecía avecinarse un momento de tranquilidad para el país.
Cuando arribé a la oficina telefónica, suspiré aliviado: el local estaba dotado con aire refrigerante y delante de mí no habían más de diez paisanos haciendo la cola. Ni siquiera habían abierto. Me puse a enviar unos cuantos mensajes telefónicos, por cierto. Pero mi concentración no duró gran tiempo que digamos, pues una sombra oscura a mi alrededor empezó a moverse de allá para acá y de aquí para allá, preguntando a todos a qué hora abrían o porque se tardaban tanto. Intenté continuar con mis mensajes, pero no pude: aquella sombra era perseverante en su agitación oscura, y me vi obligado a levantar la vista.
Allí estaba, dos cuerpos detrás de mí, resollante de la caminata, expresándose a través de un lenguaje rebuscadamente educado, la señora del sayón negro, la caja y el periódico, a quien yo había perdido de vista allá en la calle. Cuando oí que se quejaba del clima, del pésimo servicio, de las imperfecciones del mundo, de estrategias clandestinas confeccionadas para torturar ciudadanos, me dije que la cosa prometía, y así fue en efecto.
Cuando a la una con quince abrieron las puertas, una bocada de aire frío nos terminó de refrescar y nos acomodó en fila ante el dispensador del ticket secuencial de atención al público. Yo tenía el puesto diez, como dije, la señora de luto el doce, y así empezamos a esperar. Pero la doña no se aguantó mucho y, como haciendo notar su clase, quiso ser atendida primero, dirigiéndose a la punta de la cola para sofocar la indignación de sus "justos reclamos".
Le formó un zafarrancho al pobre empleado, quien se obstinó en decirle que no la podía atender hasta que llegara su turno en la cola. El pobre hizo la digestión de su almuerzo quizás deseando volver las entrañas. Nadie pudo permanecer incólume en la cola; unos, que leían la prensa, y otros, que se empeñaban en no dejase afectar, tuvieron que mirar. La dama vociferaba recorriendo la cola de extremo a extremo, lanzando denuestos contra el pésimo servicio de la compañía, contra el gobierno que había venido a echar a perder todo al nacionalizarla y casi contra su propia madre que la parió de lo furiosa que estaba. Temblaba, y al esgrimir entre sus manos la caja y el periódico parecía querer presentar pruebas de lo que decía.
Aquello fue temible, paisanos. Una joven piadosa le sugirió que se calmara, porque le podía ocurrir algo a su salud; otras damas, más escépticas, no parecían comerse el cuento y le pedían que hiciera la cola; un viejo por allá le gritó que fuera a los organismos competentes a denunciar. Entonce la regordeta señora explicó que debía ser atendida pronto porque ella tenía ya tres días reclamando a la monstruosa empresa y nada que la atendían; que todo era "kafkiano" (mientras miraja a los demás de reojo) y aducía, además, que estaba aquejada de una lesión renal y que había que apurarse porque no podía enfurecerse debido a que podía hasta morir.
Se calmó por unos momentos y regresó a su doceavo puesto en la cola, acompañada siempre por su periódico El Nacional y caja. Allá explicó que la misma contenía un teléfono promocional que había comprado unos días antes y que todavía no hacía ni pío. En ese momento de remanso juró vengarse de la CANTV, de ir a los tribunales, de hacer pagar hasta el que limpia por todo lo que había sufrido, víctima de un gobierno malvado y dispensador de aterrorizadores servicios públicos. Hizo varias llamadas a personas influyentes y con ellas se trabó en una conversación donde le parecían asegurar la erradicación de tan funestos males para la república. La fiscalía, el tribunal, los jueces...
En ese momento todos mirábamos, manteniéndola en calma, pues sus ojos giraban peligrosamente hacia otro empleado que muy cercano a nosotros se acomodaba en su puesto para empezar el trabajo. Se diría que deseaba aplastarle el teléfono sobre la testa.
Finalmente, cuando todo parecía calmado, el viejo aquel de "los organismos competentes" se le acercó y en sana paz le dijo:
-Vea, señora, el gobierno revolucionario de nuestro comandante Chávez dispone también de una oficina donde usted perfectamente puede realizar sus reclamos y tener luego la seguridad de que su denuncia será tomada en cuenta. ¡Vaya al INDECU! Es allí donde tiene que ir; nada de tribunales ni de jueces, ¿para qué gastar su dinero?
La doña entornó los ojos, mirando al recién llegado como a un extraterrestre, palideció, sudó copiosamente como si de repente sufriera toda la violencia del clima de la ciudad y, después de unos espasmos, se desmayó.
De seguro fue el cambio brusco de la temperatura -suponían algunos-: del sol inclemente al aire acondicionado de la oficina.

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