viernes, 10 de julio de 2009

Después de rumiar su rabia en una de las playas de Margarita –refugio donde se “enconcha” después de abandonar a sus seguidores en las marchas-, Antonio Ledezma, Alcalde Mayor del Distrito Capital, decide regresar a Caracas.  Su furia no tiene límites, dado que el rollo en Honduras le quitó brillo –micrófonos y pantallas- a las buenas nuevas que traía desde Washington, la tierra del cielo amada.  Está furioso.

Tanto esfuerzo, tanto dinero gastado, tanta gritadera allá en el Consejo de Las Américas pintando al presidente Hugo Chávez como un dictadorzuelo, se fueron a pique por culpa de los estúpidos gorilas de Honduras, quienes con su golpe no se cansan de chupar la atención de los medios de comunicación, dejándolo en tal estado de orfandad política que siente que nadie lo nota.  Ni siquiera él mismo se siente –empieza a decirse, congelado por el coraje-, porque nota cómo una mosca se le posa sobre su brillante cabeza y él ni se inmuta para aplastarla.

¿Qué iría a hacer con todas aquellas novedades de sus peripecias en la patria de Abraham Lincoln?  ¿Con tanta palabra de aliento recibida de tan increíbles gringos, quienes al felicitarlo le reiteraban en éxtasis que semejante zambo era merecedor de una invasión o un golpe militar?  “Tu calma”, le había soltado uno de ellos, “Chávez is poco time”, para luego rematar con la conocida expresión latina alea iacta est.

--¡Es que esos carajos son una maravilla! –se descubre musitando, sin embargo, en medio de una casi imperceptible sonrisa.

Pero… ¿a quién, pues, contaría aquellas maravillas sobre la impopularidad de Chávez en el mundo, si nadie le para?  ¿Qué demonios iría a hacer con aquella abrazadera gringa y con tanta promesa de ayuda en su campaña por hacerse con un perfil presidencial si aquellos idiotas hondureños se le adelantan y le roban el show con el cuento de que dan un golpe de Estado para que el dictadorzuelo no los invada?  ¿Hasta cuando, coño, estarán estirando el teatro de jalarse a los periodistas y cámaras, dejándolo a él, como dijimos, en un estado de miserable orfandad?  ¿Hasta cuándo, caramba, hasta cuándo?  ¿Hasta cuándo…?

El Alcalde Ledezma se lleva las manos a la cabeza (la mosca se espanta), no pudiendo resistir tanto abandono, dejadez o ensueño.  Rato tiene sin convocar una rueda de prensa y así –se dice- no puede transcurrir la vida de un político como él, más si su perspectiva es llegar a ser el primer hombre del país, Presidente de la República.  Apaga de un manotazo el televisor, donde no resiste ver cómo el mundo gira en torno a tan miserable país, Honduras, uno de los más pobres de la Tierra, por cierto, y se pregunta seguidamente qué tanto puede valer ese país en la lucha contra Hugo Chávez...   

-¡Si yo solito me saqué unos ochocientos mil votos –no puede evitar exclamar-, casi lo mismo que él mismo presidente de Honduras!  ¿Qué tan importante, pues, puede ser el tal fulano ese si yo mismo como alcalde tengo el mismo apoyo y puedo ser hasta más legítimo?  ¡Importante soy yo!

Empieza a caminar con parsimonia, como intentando evitar que alguien descubra su fuego interno.  Anda, en fin, furioso, indignado, mirando con cautela hacia los lados, pensando en que hay que hacer algo, romper el pegoste del abandono, explotar, llamar la atención, jalar a esos carajos periodistas para que lo entrevisten y se olviden de esos hijos de puta de Honduras.  Siente el impulso imperioso de abofetearse, de pegarse contra el suelo, pellizcarse…, cualquier cosa que le haga sentir que está vivo, no importando el dolor que pueda padecer si con ello reconquista protagonismo en los titulares de la prensa nacional.

De pronto nota cómo un perrito –muy peludito él- se le escapa a la dueña para dispararse contento a lamerle sus zapatos, a mordisquearle los pantalones.  Antonio se detiene en una pieza, como comprimido; mira automáticamente hacia sus guardaespaldas, quienes caminan distribuidos a cierta distancia en torno suyo.  Uno de ellos ya se dirige para quitarle la molesta criatura de entre las piernas, pero el alcalde se apresura y, sin poderse contener, lo hace él mismo, asestándole una patada voladora.

--¡Patán! –oye que le increpa la señora, mientras mira aterrizar al animalillo sobre la hierba, en una de las tanticas islas de vegetación de la plaza.

Lo que sigue lo deja perplejo y –¿por qué no?- lleno de satisfacción.  Un corro de gente lo rodea, sólo separado de él por la mediación de sus guardaespaldas, insultándolo, lanzándole papelillos, llamándolo animal, pelón, asesino…  Ledezma sonríe a pesar del despelote: después de todo había logrado llamar la atención, sintiéndose protagonista nuevamente.

En el acto instruye a sus guardianes para que le abran paso rápidamente, pues una idea inaplazable de lucha por la libertad se había instalado en su cabeza, a propósito del incidente.  Allí está la clave, caballero –se dice-:  el escándalo, el dolor, infligido a otros o a sí mismo. Sí, señor. Si aplicado a un simple perro había levantado una turba, ¿qué no esperar si lo hace sobre un hombre, y sobre uno no tan vulgar, como él, Antonio Ledezma, el Alcalde Mayor?  Lloverán naciones de atención sobre su humanidad.

--¡Si señor, el padecimiento es escandaloso! –recita, mirando al cielo, felicitándose por la idea y regocijándose con la imaginación de que los periodistas harían colas para abordarlo.  Luego le habla con decisión a su asistente principal-:  ¡Se acabó Honduras, Miguel, vamos ya con los compañeros, con la oposición patriota, a proponer una huelga de hambre contra el régimen, a ver si la OEA y los medios de comunicación no se van a dejar del cuentito ese que tienen con Zelaya y Micheletti!   Volveremos al primer plano.  Comunícate con ellos y llama a una rueda de prensa.  ¡Muévela, es rápido!  Diles que es un asunto de vida o muerte, dado que en la lucha por una Venezuela libre el Alcalde Antonio Ledezma, o sea yo, anda en un riesgo mortal.  ¡Huelga de hambre contra el régimen!  Ya hablaremos de sus motivaciones.  Lo importante es ya. ¡Dale!

Dicho lo cual, se dirigen apresurados hacia sus camionetas blindadas, esas burbujas negras que suelen trancar el tráfico vehicular cuando se presentan con su tan importante cargamento humano.  La chusma insidiosa les tira cosas, que se estrellan contra la carrocería; pero ya en el interior del vehículo Antonio Ledezma, el Alcalde Mayor, despliega una inmensa sonrisa.  “Eureka” –exclama- dando así por concluido un rabioso ciclo de inacción política.

viernes, 3 de julio de 2009

Julio Borges piensa en Don Quijote y Sancho Panza cuando se dirige hacia la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), en España, para dar un gran discurso sobre la libertad.  No lo puede evitar, dado que está en España, y tales personajes, como el Cid Campeador respecto de su historia, constituyen el icono inmortal de su literatura.

--“¡Ay, España –se le antoja de pronto entre ceja y ceja, mientras camina-, una de tus hijas anda en desgracia!”.

No lo puede evitar.  ¿Qué se hace?  Todo es repentino y apasionante cuando se aleja uno de la patria, más si para luchar por ella.

Por un lado le llegan los referentes históricos y culturales de la Madre Patria –hecho por el cual se felicita, señal de profunda cultura- y por el otro lo ensombrecen los hechos de la presente realidad, en especial de su país, Venezuela, donde la libertad y la historia se hallan arrinconadas por ese gigante follón de los nuevos tiempos llamado Hugo Chávez.

Sacude su cabeza como bajo un éxtasis, casi rozante con la nostalgia, y, con grandes esfuerzos, logra enderezar sus oscuras y gruesas cejas, lo más parecidas a una M mayúsculas sin alas.  “No hay lugar a dudas –piensa-:  se hace necesaria la lucha, aquí y allá, dentro y fuera, arriba y abajo, en España y Venezuela, si es posible fuera del planeta.  Hay mil entuertos que desfacer”

Pero sonríe, adulado, ante las ocurrencias de su mente ilustrada, no de otro modo calificable si con tantas expectativas esperan oír sus opiniones allende Venezuela.  Hugo Chávez se le presenta a su mente como un pequeño gigante bochinchero a quien con talento e inteligencia hay que vencer.  ¡Y ahí estaba él, Julio Borges, fundador del partido Primero Justicia, con sus dos amigos, yendo a la Madre Patria a dar la batalla por la causa!

Por supuesto, otros los son tiempos.  No es tan iluso como para perder las perspectivas.  Aquel viejo pintoresco, soñador y atrabiliario, junto a sus amigos Sancho, Rocinante y Rucio –el burro del escudero-, luchaba por la imposible causa de recuperar un mundo perdido, desplazado por la maquinaria de los tiempos que, implacable, sustituía caballería por vulgaridad y damiselas por sinvergüenzas, para mencionar dos elementos.  Tiempos en que todavía había bosques encantados y magos echadores de bromas por todas partes; cuando volver al pasado no tenía esa connotación de lucha por la libertad, como las pueden tener las gestas de ahora, ahora que los tiempos han alcanzados sus topes de historias  Pero era, en todo caso, el libre albedrío de Don Quijote y Sancho Panza, y eso también es libertad.

Mas él, Julio Borges, lucha por la democracia, y ahora que los tiempos han alcanzado un tope de evolución –él hasta hizo programas de televisión en su país y acababa de llegar en un avión a España -, volver al pasado para buscar libertad luce tan válido como ir al futuro a encontrarla.  Irrebatible realidad o impecable composición de su alto pensamiento:  salir de Hugo Chávez, borrar el presente, restablecer la llamada IV República con toda la flor de su pasado, tiene tanta connotación de libertad como soñar con el futuro.  Y ahí está la lucha, viva y campante:  combatir gigantes follones, molinos de vientos, deshacer entuertos, equivale a luchar contra Hugo Chávez, lo cual daría como resultado a una Madre Patria unida en alma y causa con su hija Venezuela.  No puede evitar sonreír, lleno de orgullo.

Para eso lo invitan y para eso llega él, para decir sus verdades.  Vuelve a estremecer la cabeza junto con sus cejas, como para deshacerse de tanta pensadera sobre pasado y presente, echándole un somero vistazo a sus compañeros de caminos, a quienes les sonríe fraternalmente, dándoles a entender que se apuren porque podrían llegar tarde a la reunión del FAES y  perder un buen chance de lucha por la patria, la libertad y la democracia.

--“¡Vaya! –de inmediato cae nuevamente en sus pensamientos-: le robé la frase a los EEUU”.

Se dice que no tiene nada que temer, que ni siquiera tendría que estar nervioso, hombre contemporáneo como él, tecnificado y culto.  Le espera ese importantísimo auditorio, llamado en su eventualidad “La Libertad en tiempos de crisis” –por cierto-, y para ello había pasado él largas horas  puliendo sus magistrales frases, para el registro de la historia.  No pueden fallar, porque comportan el arte de la identificación con el auditorio y la obligante necesidad de defender intereses comunes.  Básicamente son:

  1. “Venezuela necesita importar democracia”
  2. “Hay un Hugo Chávez a la vuelta de la esquina de cada país”
  3. “Lo que ha ocurrido [en Venezuela] puede pasar incluso en España”
  4. El chavismo es “una enfermedad contagiosa”
  5. “Chávez hoy es una minoría en Venezuela”

Luego el pobre Chávez es un homúnculo infecto-contagioso que tendría que salir corriendo ante las huestes indignadas de aquel auditorio, ansioso por su parte de aplastar a tan execrable dictadorzuelo y de exportarle al mismo tiempo a Venezuela la tan pedida democracia.

Julio no lo puede evitar, sumido ya en una suerte de paroxismo de la petulancia, y en el momento se le antojan ridículos los argumentos de sus gafos compañeros (uno compararía a la URSS con Venezuela y el otro diría que el socialismo es horrible).  No puede evitar la risa, casi a carcajadas, pero…

--¡Soy un genio! –exclama en voz alta para disimularla, asombrando a sus apurados compañeros, cuyos ruidillos de saco y corbata, de zapatos de cuero, lo traen nuevamente a la realidad.

Marcel Granier lo había pellizcado, como diciéndole desde su enarcado bigote que conservara la compostura, porque ya se acercaban a la sede. El otro, gordito él, Yon Goicoechea, le lanza una mirada incómoda, algo resoplante desde el fondo de su camisa blanca.

Julio entonces se endereza, saca el pecho, estira su semicalva al cielo, le vuelve a poner alas a sus cejas, excusándose finalmente.  Y camina… Pero en su interior ríe, profundamente, a carcajadas –se dirá-, mirando con el rabillo del ojo a sus compañeros.  Tres y cuatro veces se venga a placer de ellos, imaginándose que uno es el tonto y gordinflón escudero y el otro el feo caballo Rocinante, sino Rucio, el burro de Sancho Panza. No lo puede evitar y se ríe de nuevo.