lunes, 22 de noviembre de 2010

Crónicas de una lluvia política

La lluvia arrecia y crea ese típico murmullo como de hormigas gigantes corriendo entre la maleza.  Aunque se viva en una ciudad como Caracas y no en la selva, ...y selva de algún modo, de concreto..., como se dice.

La lluvia se oye sobremanera y los demás ruidos parecieran apagarse para hacer notar su concierto.  Cuasi se paraliza la ciudad.  Los viandantes huyen a resguardarse bajo cualquier aleta que sobresalga de los edificios.  Los vehículos remontan a duras penas la chorrera sobre las calles.  Todos tiemblan, abrazándose a sí mismos, mirando hipnóticamente el ruido sobre el pavimento.

Más de cerca se oye otro murmullo:  la gente conversando cualquier cosa, improvisando nuevas amistades o descubriendo desafinidades, conminada a la socialización por causa del temporal.

Me encuentro como todos mirando el chispotear sobre el suelo, arrobado por el espectáculo.  De un cuerpo enchaquetado que se bambolea a mi lado, con las manos metidas en todos los bolsillos, sale una voz dispuesta a charlar.

─¡Ah, buen palo de agua!  ¿No le parece, paisano?

Levanto la vista y sonrío a un señor embigotado, de unos sesenta años a lo más, correctamente vestido.

─¡Caramba, no creo que así el país pueda prosperar! ─dice, después de examinarme unos segundos─.   ¡Se paraliza todo!

─¡Sí...! ─suelto, más que todo por no dejar a solas al hombre con la palabra─.  ¿Qué se hace?...

─Todo se atrasa, hombre...  Figúrate ─acercándose un poco más─:  cada una de estas personas tiene un trabajo o misión que ejecutar; y cada tarea, digamos, es parte del funcionamiento del país...  ¡Te puedes imaginar cómo quedan las cosas si nos engavetamos todos a la pata de un edificio a esperar que la lluvia pase!  ¡Se cae, se cae el país, hombre!

─¡Ajá! ─carraspeo, casi seguro de hacia dónde se dirige la conversación.  Puedo decir que eximo ya una especialidad sobre el tema acuático y algunos ánimos parlanchines.

─Figúrate que yo mismo soy un ejemplo.  Ando desde las siete de la mañana en una diligencia y todavía no termino.  ¿Ves este papel que cargo aquí?  ─me muestra un papel sellado desde un bolsillo interno de la chaqueta─.    Es un documento que sólo requiere la firma de un director de ministerio, y el tipejo todavía no ha llegado, y yo todavía lo espero...  ¡Y con esta lluvia..., menos que menos!

Le vuelvo a echar una mirada al hombrecito.  Su bigote blanco se estremece como epilépticamente, ya sea por su entusiasmo por conversar sobre cualquier cosa o por el malestar real ─y rápido─ que noto comportan sus palabras.  Sé que tiene un problema, una diligencia importante, como dice él, pero me digo:  “Caramba, pero qué suerte la mía para atraer gente conversadora...  ¿Qué culpa tengo yo del destino de cada uno de ellos...?  Siempre que me atrapa la lluvia en la calle y me pongo a tratar de disfrutar de su fenomenología, digamos poéticamente, como ahora, me ocurren tales vainas.  Es como si alguien quisiera convencerme de que la maravilla de ese avispero que cae del cielo no está más que en el efecto de sus picadas sobre los seres humanos...”

─¡Y con el loco ese que tenemos en Miraflores...! ─de pronto oigo, como para confirmar mis sospechas─.  ¡No joda, vale! ─exclama, tras su conclusión, repentinamente apoderado de una loca furia.

Yo continúo mirando el ruido de los goterones sobre la calle, aunque muy consciente del don bamboleante a mi lado.

─¡Y llueve que te llueve!  ¡Y llueve que te llueve!  ─me da un codazo y pregunta─:  ¿Te acuerdas de la sequía esa que acabamos de pasar, que no había agua ni para bañarse, ni para la electricidad, de vaina para tomar...?

Digo que “si” a mi manera.

─¡Bueno, esta lluvia es obra del loquito éste de Miraflores!  ¡Él le inyecto mercurio al cielo para que lloviera aquella vez!  ¿Recuerdas?  ¡Y mira la consecuencia:  ahora llueve que te llueve, llueve que te llueve...!  ¡No para, caballero!  ¿Cómo prospera un país de semejante manera?  ¡Todo se atrasa!

Entonces levanto la vista para mirarlo, curiosamente, procurando amortiguar mi raciocinio.  Sigo encontrando al hombrecito risueño de bigote blanco, pero ahora provisto de unos ojos fijos, de mirar muy ardiente.  Al momento saltan en mi cabeza las archiconocidas explicaciones sobre el cambio climático y sus efectos sobre la temperatura, lluvias y sequías en el mundo, producto del irracional uso que el hombre y su modelo de sociedad hacen del ambiente.

El hombrecito se me queda mirando durante un rato más para, finalmente, preguntarme:

─¿Está usted con el tal “proceso”? ─yo no digo nada y continúo como si estuviera absorto con la lluvia, pensando en lo poco que me equivoco respecto de las conversaciones de los hombres.

─¡No me jodas! ─exclama y acto seguido se lanza al chaparrón desbordado en la calle, utilizando su chaqueta a manera de escudo contra los proyectiles, vociferando─: ¡Que viva Chávez, carajo!