jueves, 15 de marzo de 2012

La felicidad y media

A partir del “Poema a la clase media”

 

Tres cosas lo hacían feliz:  su mujer y su hogar, su trabajo y, naturalmente, él mismo como estado consiguiente de lo precedente.  Aunque, en medio de un saludable delirio de perfección, de continuo se preguntaba si el asunto no sería a la inversa, que fuesen los dos primeros aspectos efectos de su feliz complexión personal.

Lo cierto es que él mismo era su mejor carta de presentación ante el mundo y su persona, fuente consuetudinaria de satisfacciones, mucho más esplendente si se cae en la cuenta de que el mundo parecía desplomarse cada vez más, aquejado por la inconstancia y ausencia de propósitos.

Es verdad, hay que decir que aún no era un hombre descollante entre los humanos de su tiempo, seguramente por estar cumpliendo el ciclo natural del crecimiento sideral, como hay que aclarar con toda lógica.  Esto es: nacer, desarrollarse, existir… No pasa el grano a ser espiga o flor si primero no acomete una empresa de establecimiento y soporte en medio del humus del fango.

Dígase que se trataba de un perla perdida y aún camuflada en medio de la corriente rutinaria de la masa humana, pero perfecta en su especie y circunstancial aplicación mundanal, vitalizante del porvenir (si cabe expresarlo así), ubre (sí, a su modo y con el perdón de la inmodestia), ubre promisoria de una raza quizás divina.

Ya era clase media, o sea, ya sus cuentas bancarias y salud mental habían alcanzado tal nivel de evolución que parecía haber salvado el difícil abismo de la conciencia de clases, barrera esa discriminatoria de la excelencia humana.  Por supuesto, sin posibilidad de regresión alguna, lo cual no significa más que la eternidad de alguna forma, es decir, el no perder nada a pesar de perderlo todo, dada la eventualidad del caso.  Vulgarmente, en términos materiales: que pobre podría quedar por quién sabe qué sátira jugada del destino, pero jamás sin su conciencia, millonario estandarte de su decantada condición humana.

¿Quién podría negar sus conquistas?  Apenas podía desplazarse en su casa por causa de tantos enseres comprados, utensilios electrónicos o mecánicos regados por doquier, en su momento pedimentos necesarios de la vida moderna y aperos consecuentes de su propio estatus.  Encarnaba su mujer la preciosa muñeca idealizada desde su profundidad hormonal y quizás más allá, desde el fondo de su masculinizada educación infantil:  una belleza manejable y sensual.  Encajada en la seda de una vida cómoda, entre pulcras paredes y amplias luces, cernida sobre sí misma, como la ególatra belleza de una flor extendida entre el cielo y la tierra, iluminada por el sol.

Y no había cartilla social ni tecnocrática que no hubiere colmado:  dos vehículos roncadores en el hangar de su hogar ─se dirá─, una añosa casa con ribetes coloniales, la emperatriz de su mujer adentro, prestigio entre los de su clase y un estratégico puesto de trabajo como posición para la conquista del universo.

Porque en su trabajo era un gerente, que es como decir jefe y propietario relativos en la escala de poder de la empresa.  Manejaba personal, decidía vidas a diario y, como obra de su preclara influencia universitaria, pronunciaba los pasos en el crecimiento monopólico de su firma.

De modo que como la luz brillaban su estampa y puesto de trabajo, pulidos tesoneramente por su amor propio, lo primero irremediablemente por ser asiento estructural de su encomiable existencia y lo segundo también por ser asiento de su vida y mayor parte del tiempo, su segundo hogar casi, suerte de campo de guerra donde fraguaba a diario coronas de olivo contra las objeciones mundanas.

Su hogar y mujer seguían luego digamos en esta escala de tiempo, que no de prioridades.  Eso se comprende.  Hasta un idiota habrá de entender que no es posible transcurrir la mayor parte del tiempo sobre aquello que más se ama, sobre el lugar adonde se pertenece, y la razón es precisamente el desmedido amor mismo:  se le atiende indirectamente, mediante el esforzado trabajo y el pulimiento personal, rindiéndole tributos como un río al mar, con cargamentos de prosperidad y ricas piedras.

Sin embargo, a pesar del razonamiento, ello era lo único que podría perturbar la perfección de sus días, puestos a buscar ripios.  Pero era apenas un detalle, un pétalo herido de cielo, que solía conjurar filosóficamente proponiéndose que tanto su empleo como su excelencia personal debieran ser una consecuencia de su dedicación al hogar y esposa, como osadamente se atrevería a pedírselo a la vida, tan generosa con él.

El día que descubrió que su mujer lo engañaba en ese poquito de tiempo que jamás pudo gerenciar en su casa ─por no hablar de dedicación─, muchas perfecciones de este mundo se derrumbaron ante sus ojos, nada razonadas ni doblegadas por sus acostumbradas armas de combate; aunque, hay que decirlo, supo mantener su compostura hasta el final, su talla de guerrero invicto y, si murió, lo hizo en medio de su preclara conciencia de clase adquirida, a la que su mujer jamás debió ni siquiera pretender aspirar.

Que no conozcamos su nombre es parte de la inmadurez de la muerte o vida al llevárselo.

martes, 14 de febrero de 2012

El reportero en tiempos de crisis

El reportero ronda dentro de las instalaciones del Metro de Caracas, estación Capitolio.  Es tarde avanzada, muy próxima a la hora pico.

Su misión es pescar algún desafuero que impacte al país desde las gradas del diario para el cual trabaja.  Le habían dicho “Trae una cabilla, una viñeta de la cotidianidad” y él se empeñó en llevar la noticia del día, ahíto como está de gloria laboral y de la ansiedad por complacer a sus superiores, aunque, fuera de ello, le aquejen otras aspiraciones Esta vez, por lo rápido, escogió el metro.

Tiene una familia que mantener y a nadie podrá negar que requiere el dinero y un cargo mejor cotizado en su trabajo.  Un ascenso le sonaría a gloria en su cabeza y arrancaría sonrisas de mil orgullos en el adorable rostro de su esposa.  Acompañado por “Casco”, su asistente y fotógrafo, otean el aire enrarecido del metro, acechando ─se dirá─ el pan duro de cada día.

Pero nada ocurre.  En el aire flota el nervio y el olor a vinagre de la gente trabajadora que, como manadas, abordan el subterráneo, rumbo a sus casas.  Mira la hora:  5:00 de la tarde y dos horas ya de infructuosa faena, esperando.  Fastidiado, mira como Casco (fastidiado también) hace cabriolas para combatir la falta de creatividad del azar o destino:  se casca los dientes, bosteza ruidosamente, se fotografía la lengua, se tapa la nariz, piropea a una transeúnte; lo mira moverse de un lugar a otro, haciendo la graciosa finta de buscar la noticia con lupa; lo oye contar los vagones del tren que, inmisericordemente, se hunden en la boca de túnel sin soltar prenda noticiosa.

Hasta que lo oye exclamar:

─¡Papá, yo también necesito los cobres y en esta vaina no ocurre nada!  ¡Quién lo diría:  un metro que se jode a diario y hoy, que nos mandan por un espectáculo, se antoja de ser perfecto!  ¡No joda! ¿Y el tiempo qué, no vale nada?

El reportero se sonríe, haciéndole un gesto aplacador con la mano.  Más allá del fastidio expresado por la gestualidad de su cuerpo, su mohín oculta desesperación:  había discutido en casa y se había propuesto, efectistamente, llegar antes que su mujer para terminar de zanjar el problema.  ¡Hoy que precisamente el metro parecía funcionar de perlas!  ¡Coraje!  No conoce las razones de Casco, pero se las da apriorísticamente y lo apoya en sus locas figuras de impaciencia.

De pronto su corazón salta:  una barahúnda por allá, hacia el andén con su raya amarilla, parece prometer un asalto, una probable discusión, una posible trifulca.  Nota como las orejas de Casco parecen erizarse, despabilando el sueño, llevándose las manos al cinto para disparar su arma fotográfica.  Al unísono que le llegan los gritos de la escena, las palabras “inseguridad”, “peligro”, “terrorismo”, “país inestable”, golpean las teclas de su maquinaria de escribir cerebral.  Pero comprueba, descorazonadamente, que se trató de una chanza protagonizada por un grupo de jóvenes estudiantes.

Casco lo mira y echa su rostro hacia atrás, en medio de una seráfica protesta.

─¡No, vale, de paso la vida nos gasta estas bromas!

Su jefe editor le había dicho:

“─Mira, el país esta muy tranquilo últimamente.  No te mando a la calle para que la alborotes, precisamente, ¡por dios!, ¿quién dice eso?, pero, hijo, tráeme el caos para acá.  Con sueño no se vende nada y con paz se afianza cada vez más este gobierno de mierda. ¡Dale!

─Pero ¿y si no hay nada, jefe? ─se atrevió a argumentar─; acuérdese de lo que le dije, que le iba a pedir el día...

─¡Epa, muchachón! ─le cortó el jefe─:  ¡Habrá!  ¡Ve y tráeme!”.

Y así fue cómo lo había despedido de su oficina el señor “General”, como le dicen.  Y ahora anda con que en corto tiempo debe laborar, pescar la gran noticia, ascender y hacer las paces con su esposa.

El metro sigue desplazándose con su bronca calma, como lo que es en el momento, una larga cadena de vagones en orden, aunque atestada de gente.  Los usuarios trajinan por doquier, haciendo colas para las puertas, abarrotando el andén, topándose los unos con los otros, pero sin novedad, hasta ordenadamente, puede decirse, en la medida de lo posible en hora tan ajetreada y de tensión. Un colmo.

Como si conspirasen contra él, los caraqueños se antojaron de ser cívicos hoy, haciendo la cola, dando y pidiendo el paso, diciendo “perdón” a cada trecho, sin delincuencia o robo, golpizas o rebatiñas, como es la consuetudinaria costumbre, caramba, como si lo quisieran dejar sin empleo.

Hasta que de pronto descubre que el payaso de Casco no está cerca de él, haciendo sus monerías como siempre.  Alza la vista y lo escruta entre la marea humana, buscando su cabeza precisamente en forma de casco.  Maldice y se dice que es lo único que le falta:  que ocurra el hecho noticioso tan esperado en ese momento y el hijo de puta de Casco ande soltándose un pedo en un rincón o baño sin haberle avisado.  Porque así es el destino de traicionero, hermano del azar maldito:  no estás y viene, está pero tú te vas.

Afina su vista y lo descubre a lo lejos, haciéndole discretas señas para llamar su atención, aparentemente desde hace rato.  Dando brinquitos casi imperceptibles, pero payasescamente para él, el reportero, que lo conoce tan bien; confundido con la marejada humana en virtud de su aspecto plebeyo…  ¡Casco, Casco, Casco!

Lo mira y no lo puede creer.  Está detrás de una señora de contextura fofa y fisonomía simple, justo al borde del andén, a orilla de los rieles. Con sus manos, ofrece lanzarla, sonriendo canallescamente, pero mirándolo con insistencia, señalándole el ruido del tren que se aproxima por los túneles, atrapado en medio de la locura del gentío, pero sugiriéndole también inocuidad en medio de la eventual confusión del lanzamiento.

El reportero le sonríe el chiste y lanza una maldición, llamándolo con ademanes.  Pero Casco lo mira con más insistencia aun, conminándolo, indicándole que se acerca el tren.  El reportero no lo puede creer, comprende que hay una loca resolución en su compañero y se paraliza, perdiéndose durante un momento dentro de sí, en su personal mundo interior compuesto por su mujer, su jefe, su trabajo, el ascenso, el dinero y también por su descerebrado asistente.

Mira la hora y continúa ensimismado; hasta que la turbia corriente de aire empujada por el tren desde los túneles le da en el rostro y lo despierta, devolviéndolo al metro, al presente, de cara al andén, chocando nuevamente con la mirada urgente de Casco, que lo acucia ahora en medio de convulsos tics.  Y ocurre el hecho tan esperado:   se puede decir que su cabeza es movida accidentalmente  ─tan fuerte es la corriente de aire─, positivamente confirmadora para Casco.