martes, 5 de julio de 2011

Manejando de Caucagua a Caracas, veo a la orilla de la carretera a una mujer caminado con dos niños.  No uso aire acondicionado por hábito de disfrute del paisaje, y sé que el sol afuera es abrasador.  Me pide el aventón y me detengo.  Se le ve mucho apuro en la cara y embarazo con los chamos.

─Señor, si usted va a Caracas, se lo agradecería un millón.

Se monta adelante y los chamos arman su barahúnda infantil en el asiento de atrás.

Rodamos y empezamos a conversar.  Suelo evitar el tema político, para mantener la paz, dado que en este mundo llamado Venezuela se descubren insólitos sinsentidos, como que el ratón se come al gato y locos vuelos de dinosaurios.  Millonarios chavistas, no obstante estar amenazados por el “comunismo” del “régimen”, y pobretones opositores, a ultranza en muchos casos, no obstante no tener una puya en el bolsillo, pero ─¡usted los ve!─ con modos y gestos de ricos potentados.  Mundo loco.

La señora no era la excepción:  un filón de oro de la incongruencia.

─¿Y qué tal, cómo le va con el Presidente? ─me dice, calentando sus motores─  ¿Ya regresaría al país?

─Creo que sí ─le sigo la corriente, sin darle mucha cuerda al punto─.  Se recupera de una operación larga que le hicieron para luego seguir su trabajo normal de gobierno.

─¿Normal?...  ¡Yo te aviso, chirulí! ─exclama rápidamente, casi hostil─  ¡Ese hombre está acabado, como su gobierno! ¿No lo ve usted? ¡A llorar pa’l valle!

─¿Y eso por qué lo dice, mi amiga? ─le respondo, lo más campechano posible─.  Es un hombre que recibió una noticia adversa sobre su salud y acusa el golpe, como cualquier humano.  Pasará la impresión...

─¡No hombre, chico, nada de eso! ─me vuelve a espetar con ojos ardientes─.  Es el final del cuento.  Las cosas malas casi siempre tienen un final rápido.  ¿No ve usted lo que ha hecho con el país?  ¡Una loquera!  ¡Patas arriba lo tiene!  Las cosas hay que hacerlas bien, según la ciencia y el conocimiento.  ¡Ahí está el resultado de ponerse a repartir los reales entre esa cantidad de gente pata en el suelo que no sabe ni para qué es la plata!  ¡Vamos a estar claros:  los ricos son los que saben!  Una verdadera revolución le da la plata a quien le corresponde.

─¡Caramba, mujer ─medio desarrollo─, el hombre lo que ha estado es tratando de hacer un poco de justicia social, pagando deudas históricas producto de la explotación del pasado! ¿No está de acuerdo con eso? Que el pueblo aprenda, pues; ¿no puede el que no sabe, como usted dice, tener una oportunidad?

─¡No, que va!  La gente que gana la lotería y se hace rica de la noche a la mañana también de la noche a la mañana vuelve a lo mismo, a su pobreza, a comer tierra.  El Presidente ha hecho cosas que no tienen ni pies ni cabeza y que debe pagar, como las paga ahora.  ¡Dígame eso:  cerrar RCTV, romper con los EEUU, apoyar el terrorismo!...

En este punto, confieso, tan rápidamente como los extremos molestan, ya quería yo salir de la señora y su muchachera.  Estaba impresionado con las locas cosas del mundo.  Y no es porque yo no tolere puntos diferentes a los míos, sino por los ni-pies ni-cabezas que oía, es decir, por lo que a mí me suena así, por las palabras acuñadas de la locura oposicionista. Pero no lo haría, no echaría al polvo de la calle, porque sería yo mismo también un extremo.

─...Fíjese:  tengo un hermano que vivía en la parte alta de Petare, pero estudió y estudió y ya bajó, y ahora es abogado, viviendo en una quinta, con carro, casa y una mujer bella.  Lo hizo por su cuenta, ascendió, tiene futuro...  Ya puede recibir dinero para administrarlo y tener empleados en su casa.  De hecho, tiene dos cachifas...  Con decirle que ya puede ir a Europa, a los mejores países del mundo... Miré, no se engañe ─me dice, abriendo bastante sus ojos─, aquí donde usted me ve, estudio mercadotecnia en una de las mejores escuelas de Caracas, y le digo, desde el punto de vista de imagen, el Presidente está mal y contamina.  Con decirle que sus asesores ya empezaron a despegar sus imágenes de las calles y ministerios porque el hombrecito lo que hace es espantar los votos...  Tengo gente allegada que trabaja en Miraflores y me datea...

Me pareció suficiente con los clisés, con lo que tanto me molesta de la gente que argumenta a oidas, gente extrema. Y mi fantasía ─lo vuelvo a confesar─ ya la desalojaba del vehículo y me parecía mirarla de nuevo a través del retrovisor, caminando a la orilla del camino, bajo el sol... En fin, metí el acelerador para descubrir hasta dónde llegaba el empuje locuaz de aquella señora tan descalza como potentada, como suelo llamar a la gente que sigue apostando a perder con la derecha política lo que no tiene ni nunca tuvo.

─Hay mucha gente de la oposición que desea la muerte del Presidente.  Usted...

─Le digo, yo no me alegro, pero me entra un fresquito!...   ¡Porque debe tanto y ha hecho tanto daño!...

─Caramba, señora, qué modo de hablar ─me atrevo a atacarla por un punto aparentemente muy vulnerable─.  Mire, usted tiene hijos..., ¿por que hablar de tal modo?  ¿No y que lo que uno desea en mal de los demás lo paga en carne propia y en este mundo?

─¡No hombre, yo no creo en eso!  Para el país es saludable que ese hombre se vaya..., a donde quiera, al cielo, a Cuba...  ¡Fíjese:  tener una madre tan sinvergúenza como la que tiene!  Contactos me han dicho que es una rolo de loca.  Y debe de serlo:   porque una madre que deja que un hombre trabaje tanto por el país, sin dormir, sin cuidar su salud, debe de ser una loca.  Mi madre, por ejemplo, que todavía tiene 70 años, nos hala las orejas y nos pone sobre la línea.  Ella también...

Y bla, bla, bla.  Después de enterarme que el Presidente de la república tenía un hermano satánico que casi lo mata por llegar al poder (según datos de Miraflores), llegué a Caracas, finalmente, con el escozor fantástico de no haber podido poner a la señora con su prole de patitas en la calle.  La dejé en una estación del metro y acto seguido me puse a contemplar un rato el Waraira Repano, aunque ─lo confieso, por tercera vez─ seguí sientiendo el martilleo de la pintoresca señora:

─Es cerro El Avila, señor, no Waraira Repano.  ¿Qué eso?  ¡Caramba, hasta con eso el loco se metió!

 

miércoles, 6 de abril de 2011

El candidato

Cuando Oswaldo Álvarez Paz dijo “Quiero ser presidente de este país”, levantando su copa hacia los micrófonos de los medios y hacia sus imaginarios electores, no se figuró el berenjenal en que se había metido.  De inmediato fue refutado por la iniciativa presidencial de decenas de venezolanos de la oposición política nacional, que saltó como conejo de los rincones.

Todos parecieron reclamarle su premura, mirándole con desdén, como si hubiera cometido un acto impúdico.  Uno de ellos le dijo:  “Un caballero cuida sus emociones, de tal modo que la opinión pública nunca pueda señalarlo como ambicioso de poder.  Debe parecer que otros (¿el pueblo?) le postulan.  Eso nos afecta a todos… Además, no se puede andar tomando en público”.

Oswaldo sonrió, condescendiente con su viejo conocido, Ramón Guillermo Aveledo, quien fragua su candidatura en las sombras y espera en silencio a su duende de las postulaciones.

“Simplemente somos estilos diferentes ─pensó mientras echaba un trago─.  Contrarios a mí, son perversos los pájaros de la noche que aspiran la luz del sol, o viceversa”.

Pero fue el único alegato que Oswaldo tuvo tiempo para concebir, porque desde entonces, desde que había madrugado al año 2011 con sus declaraciones, no cesaron de surgir candidatos opositores por doquier, se dirá tan numerosos como electores.  Y ello le mortificó las noches y los días, porque eran amigos, viejos aliados, hasta pupilos, a los que ahora tenía que apartar del camino.  El deseo de patria ─pensó─ nada tenía que ver con las amistades.  Ahí estaba Chávez ─repensaba─ y se requería un palo de hombre para derrotarlo.

Se dolía mucho de que se lanzaran como en tropel hacia los micrófonos, como para dejar en claro que el país no le pertenecía, que él (Oswaldo) no era Venezuela, y que todos tenían derecho a picar el pastel.  No parecían comprender ─¡infaustos!─ que el país requería unidad, abanderarse bajo su persona redentora, procedente de la nación zuliana...

De entre todos, singular consternación le causó Lorenzo Mendoza ─el dueño de la Cerveza Polar y de las bebidas espirituosas en general─.  Lo había señalado con su palo de golf, allá desde el Country Club:

─Venezuela nos pertenece a la familia desde el principio, para que lo sepas.  Cristóbal Mendoza, nuestro ancestro, fue su primer presidente, hizo este país, y ahora lo hacemos nosotros, dándole pan para comer y quitándole la sed con nuestros licores.  Es nuestro. ¡Que no se te olvide!  En vez de pedir votos, ve pensando en depositarlos en mí o te arrasaremos con mil carestías, borrachón.

Más adelante, el mismo día, tuvo también que lidiar con un trío, que, también, a la par que pena por la desunión, no dejó de reportarle un momento hosco de animadversión política.  Venían trenzados en una ardorosa discusión Eduardo Fernández, alias “El Tigre”, Enrique Mendoza y César Pérez Vivas, otrora compañeros de partido.  Ocupaban los tres la angosta calle del Country Club, por donde habían salido a dar una vuelta, de modo que no le dejaron más escapatoria que afrontarlos.  Cuando lo vieron, exclamaron al unísono:

─¡Mira quien va, el culpable de que estemos peleando!

De inmediato lo rodearon.

─¡Coño, la cagaste con ponerte a abrir la bolsa de los vientos antes de tiempo! ─le dice Enrique─.  Mira cómo andamos los viejos compañeros de partido, discutiendo y tratando prematuramente de hacerle comprender al otro que cada uno de nosotros es el mejor para contender contra el tirano.  Le estoy diciendo a Eduardo, por ejemplo, que al menos nosotros tres ─en este punto Enrique se endereza y se tercia la gorra sobre su calva─ hemos sido gobernadores de Estado, mientras él no es nada ni es…

─Más que un parricida político ─completa César─.  ¿Se acuerdan la puñalada trapera que le dio al padre del partido, Rafael Caldera?  Yo estaba razonando, por mi parte, que ustedes dos ─señalando a Eduardo y Oswaldo a un tiempo─ son una misma mierda que no respetan a nadie, que se desaparecen de la faz de la tierra y después de siglos se aparecen con la descarada ínfula de querer ser presidente, pasando por encima de todo el mundo.  Muertos políticos que creen que Venezuela es un camposanto.  A leguas se les notan las costuras de la ansiedad loca de poder.

─Sí, eso podría ser verdad ─riposta El Tigre mientras se amontonaba a un lado su estrafalaria nariz─, pero nosotros al menos nunca hemos dado la impresión de marica que odia a las mujeres golpeándolas por la espalda.  ¿Cómo un hombre así puede captar votos para ser presidente de nada, caramba?  Lo mismo éste, que se cree el carajito eterno de la gobernación de Miranda con esa gorra ridícula sobre su cabeza, más pelada que un circunciso. Si de costuras de ansiedad de poder que se notan hablamos, ¿qué más que semejante fascista que clausuró un canal de televisión en plena cadena nacional, de paso acusado de golpista?  Al menos yo no tengo ese prontuario, y digo que quien no respetó una vez un cargo no puede aspirarlo jamás.

─Sí, pero se les acusa de traidores y borrachos ─se defiende Enrique, quitándose la gorra como para trapear a El Tigre y a Oswaldo─.  ¡Son unos fantasmas y arribistas!

Cuando César exclamó “¡Más mujercita será tu abuela!”, metiéndole una zancadilla a El Tigre y empujando a Enrique, Oswaldo aprovechó la ocasión para escabullirse y seguir su camino, dejando el monte encendido.  Detrás oyó que le gritaron cobarde y otras burlerías más, pero ya él apresuraba el paso sobre la ruidosa hojarasca de la calle de asfalto.  Aunque, al doblar la esquina, se detuvo un rato más para pensar, mientras jorungaba un hormiguero bajo la sombra de los bambúes que crecen en los alrededores.

Cuando llegó a su casa, se sentió exhausto, pensando en que eso de ser candidato de la oposición era una aventura cuesta arriba; que no necesariamente por ser el primero en manifestarle su amor al país resultaría él en ser su único amante y que, a apenas un día de su declaración, ya la cosa parecía encenderse cansonamente en debate.  Al parecer el país tenía demasiadas propuestas de matrimonio, y en desconcierto.  Se lo decía el día que sucedía, recién vivido, y del modo más penoso, sin esa comprensión concreta en los otros de que él era el hombre, el candidato de Venezuela. ¡Ah, Venezuela!

Mandó a la mucama a apagar todos los televisores de su casa, porque le pareció que en cada uno de ellos hablaba un candidato distinto, todos gritando cuánto querían al país y ofreciendo abnegaciones, como si fueran él.  Asco sintió por momentos y, no queriendo saber más nada de política (para político él), decidió irse a la cama, no pudiendo apartar de su imaginación el agitado hormiguero que había contemplado en la tarde entre los bambúes.

Pero esa noche no pudo conciliar el sueño.  Sudoroso y acezante tuvo que abrir los ojos varias veces, tentado terriblemente por echar un trago allá en el bar de la sala.  En una de esas aperturas se quedó pasmado con lo que avistó en medio de la oscuridad, dándose cuenta de que en verdad dormía y soñaba, y que nunca había despertando a ratos, como se lo tenía creído.  Su cama estaba rodeada por todos los candidatos a la presidencia de Venezuela imaginables, desde el flaco Henrique Capriles Radonski hasta el voluminoso Hermánn Escarrá, cada quien haciendo ostentación de un carácter mediático distintivo, como políticos aspirantes a la presidencia que eran y también como sus virtuales contendores que lo acuciaban.

Ramos Allup lo señalaba con su índice, amenazándole con contar algo que él sabía (repetía a cada rato “No me hagas hablar, pajarito”); María Corina Machado le mostraba sus rodillas; Pablo Pérez lo regañaba y le recalcaba que Rosales era el líder de la oposición en Venezuela, y que lo prefería a él como candidato; Escarrá se bamboleaba peligrosamente muy cerca de su cama, con una constitución en la mano; Antonio Ledezma le soplaba la cara con un viento frío como del norte, asegurándole que tenía el apoyo de los gringos; Julio Borges se empeñaba en taparse las cejas con una cámara fotográfica, proyectándose sobre su calvicie; Henri Falcón ─el saltador de talanqueras del oficialismo─ lo apuntaba seriamente con su garrocha; Leopoldo López le mostraba un fajo de cheques de unas petroleras, diciendo que él tenía asegurado el financiamiento para la campaña; Henrique Salas Feo le repetía insolentemente que él era un amo del valle, de origen alemán, con credenciales templadas de sabiduría; y Henrique Capriles Radonski se peleaba con López y Salas aseverándoles que el del dinero era él, porque no era de origen alemán sino judío, el oro del mundo.

Un grito en medio de la noche se escuchó y, cuando la mucama encendió la luz, encontró al dueño de la casa en la sala, brillante la frente sudada, directamente sentado sobre el frío piso, sirviéndose un güisqui sin las rocas.

jueves, 17 de marzo de 2011

Memorias de un artista prematuro

Dedicado a un joven llamado Julio Rivas

José del Perol Mendoza tenía asegurado por todo el cañón una carrera gloriosa en la farándula venezolana.  Sus padres, sus mecenas, constituían la garantía de ello, dado el excelente negocio de importación y exportación de alimentos que hasta hace poco regentaban en el país.

Pero, ya saben, no hay que explicarlo, como dice una horrible canción cubana, “llegó el comandante y mandó a parar”.  Es decir, arribó el comunismo al país y empezó a decirle a los miserables que también les pertenecía y que ellos tenían que ver en su mando.  De inmediato la empresa familiar empezó a tener problemas, las ganancias a mermar, los empleados a meter las narices en el saco familiar, a fiscalizar, criticar, hasta que, finalmente, aduciendo sobreprecios y ganancias apátridas, terminaron por tomarla mediante una nunca vista fórmula llamada de expropiación.

─¡Mierda!

La empresa familiar, así, dejó de funcionar, sin pena ni gloria, dejando un reguero sobre el suelo, entre ellos sus sueños.  Y no hay nada más injusto, porque sus padres eran personas honestas, viejas en el país, más patriotas que cualquiera.  Su único delito fue la astucia, requerimiento esencial en el mundo de los negocios. ¿Qué de malo tenía comprar, por ejemplo, la producción nacional de café y vendérsela digamos a Colombia para desde allá, a través de otra empresa de la familia, volvérsela a vender al país, empaquetada como producto de importación?

─¡Remierda! ─exclamaba muchas veces, mientras fumaba un cigarrillo frente a la televisión─.  Peor era la basura esa de Zuluaga, que dijo públicamente la estupidez sobre especular pero y que dando empleo y todavía tiene su negocio de carros y televisión sin problemas. No es justo.

Claro que al principio sus padres ─como todos─ querían que fuese a la universidad y se hiciera una carrera para entrar en el mundo de los negocios, mejor si familiares.  Se matriculó e hizo los primeros semestres, pero más se dedicó a viajar fuera de Venezuela, a las grandes capitales llena de historia y luz de Europa y los EEUU, donde se cocina el progreso del mundo.

”¡Ah, Paris, Londres!  ¡Ah, América, que divina eres América! ─se arrobaba, pensando─.  ¡Dígame Hollywood, sueño amado!”

Y cuando sus padres lo vieron tarareando varios idiomas, bajo un acento de insospechada refinación y melodramatismo, se convencieron de que el retoño tenía futuro, sí futuro en la actuación.  Entonces ellos también enloquecieron y empezaron gastar en su educación, a perfilarlo como estrella, a pagarle cursos, viajes, teatros, dicciones, escuelas de ademanes y muecas.  Pero, ¡plum! ─como se dijo─, la empresa familiar se cayó y el cielo se vino a pique.  Del dinero lo que quedo fue el sueño para construir futuros.  Y pensar que a punto estaba de matricularse en una codiciada academia de actuación en los EEUU.

─¡Yo soy una persona de pantallas! ─exclamó de pronto José del Perol Mendoza, furibundo, levantándose para ir a la ventana como en busca de aire─.  Amo el cine, la TV, el arte...  ¡La actuación es mi vida, no este maldito parque Los Caobos que veo todos los días!

La familia había cerrado las empresas aparatosamente y del pasado lo que quedaba ─como se acaba de decir─ era el presente con unas cuantas propiedades puestas en venta.  Sus padres habían desmejorado en casi todos los aspectos, decayendo del mundo social donde anidaban, perdiendo ─lo primero─ hasta el glamour.  Su madre se preocupaba apenas por su vestimenta y su padre se había convertido en un cascarrabias profesional que, por andar siempre trenzándose en discusiones políticas, ya ni se aseaba personalmente.  El tuvo que regresar a sus estudios, a continuar con su carrera de Derecho en la Universidad Santa María.

─¡Pero que mierda de vida! ─volvía a exclamar, pensando en sus escasas posibilidades dramáticas en un país donde se cierran medios de comunicación y se mata el germen redentor de los artistas─  ¡Ay, Radio Caracas Televisión, qué buenas fueron tus novelas!  ¿Dónde podré trabajar en este país de tristezas?

José del Perol Mendoza iba y venía, mascullando infiernos, mirando alternativamente  los Caobos y la televisión, que permanecía encendida como decorando fracasos.  Odiaba, ¡ahora sí!, tener que estudiar tan horrible carrera de leyes, rodeado por gentes de tan poca calidad social y caché, por más dinero que tuvieran algunos.  Y lo que era peor:  precisado a buscarse una beca, como le aconsejaba su dulce madre.

De repente José del Perol Mendoza lo vio, clarito como una revelación.  Es decir, lo estaba viendo desde hace rato y no caía en la cuenta por estar con su caminadera de allá para acá y de acá hacia allá, allá, donde estaba la ventana y el maldito parque de mugrosidades.  Allí estaba su salvación, o por lo menos lo más cercano a algo parecido a su sueño de ser protagonista, centro de la atención de las pantallas de televisión y (¿por qué no?)  del cine mismo.

Todos los canales se peleaban por mostrar a unos jóvenes estudiantes en huelga de hambre en un lugar cualquiera (¿qué importa?), acostados sobre una mantas en la vía pública con caras de mucho sufrimiento y patriotismo.  José del Perol Mendoza se detuvo ipso facto.  Su salvación estaba frente a sus ojos y no la veía, y, ¡bendito sea!, procedía de la misma fuente de sus ansias, sueños y pesadillas, desde hace rato.  ¡La TV, la TV!  ¿Cómo no se le había ocurrido?  Actuaría, declamaría, declararía, imitaría el sufrimiento hasta del mismo Señor en la cruz, pero actuando, trabajando en lo suyo.  ¡Y lo haría magníficamente bien, estaba seguro, y, de paso, con reconocimientos públicos y, ¿quien dice que no?, hasta contratos, quizás una oferta, una carrera, cualquier cosa para salir del anonimato!  Apenas había que interpretar un poco de vida y mucho de hambre y patriotismo.  ¡Estaba hecho!

José del Perol Mendoza por fin sonrió, transformando su rostro con dramatismo, como si la expresión anterior la hubiera acomodado dentro de un portafolios.  Apagó la TV, cerró la ventana, antes mirando con desprecio hacia su exterior.  No cabía en su habitación de puro contento, de donde salió como disparado hacia el lugar de la huelga, a la que se uniría, ¡no hombre, sin dudarlo!  No le paró a un vecino que se consiguió en las escaleras.

─¡Soy una persona de los medios! ─gritaba feliz, como loco, mientras bajaba─.  ¡Soy un artista, la pura pantalla, de pantalla soy!

miércoles, 2 de marzo de 2011

Oswaldo Álvarez Paz, presidente

Oswaldo Álvarez Paz tomaba un güisqui en las rocas.  Mientras puyaba el hielo dentro del vaso, recordaba viejas glorias, extendiendo la mirada hasta el jolgorio de luces sobre la ciudad, allá a lo lejos.

Se había procurado un rincón privado, tal vez para meditar, quizás para anotar algún pensamiento, lo más acogedor posible, desde lo alto de las faldas del Ávila, de modo que con la vista pudiese dominar la olla de la otrora Sucursal del Cielo.

No esperaba que nadie lo molestase y así se lo había hecho saber al encargado del negocio.  Ya se sabe...: una figura pública como él, un político tan connotado, era como un artista, sin gran anonimato.

A través de los cristales, miraba los cubículos contiguos del balcón donde estaba y se reconfortaba:  todos solos, así como solo él en el suyo.  Sin duda, era un momento especial para hablar con el espíritu, oyendo nomás el aletear de la vegetación montañosa empujada por el viento frío caraqueño.  Entonces se permitió humedecer sus ojos, melancólico.

Tomó una servilleta y esgrimió su bolígrafo de oro.  Escribió lo siguiente con parsimonia, profundizando el trazo de las letras:  “Quiero ser presidente de este país”.  Luego dejó caer el lápiz, casi con desdén, dedicándole una prolongada mirada al papel, desde unos ojos como de pescado.

El frío y el desacostumbrado viento de estos días locos del clima que aquejan al mundo entero lo trajeron de regreso a su mesa, a la calurosa compañía de su güisqui frío.  Con un gesto apasionado, mientras ladeaba la cabeza con cadencia, Oswaldo apretó sus ojos, como si hubiera querido exprimir (y suprimir) cualquier desventura.

Al rato se levantó y fue por su sobretodo en la percha.  Y se lo puso, sintiendo la renovada energía que insufla siempre el vestirse para emprender una diligencia.  Luego tomó el vaso de güisqui y lo envolvió muy prolijamente con la servilleta, para, finalmente, dirigirse hacia el balcón, mientras parecía ensayar unos gestos.

Allí lo esperaban, por un lado, la fría y oscureciente vegetación del Ávila, más el silencio, y, por el otro, las luces a lo lejos de la ciudad de Caracas, refulgentes ellas, titilantes en miríadas, como una majestuosa plaga de insectos.  Ante sus ojos maravillados ─ahora expresivos y muy redondos─, aquellos milagrosos cocuyos no tardaron en convertirse en millones de personas que habían venido para aclamarlo, estruendosamente. Sus ojos brillaron; levantó los brazos, saludó y brindó por ello.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Turismo parlamentario

Es de noche.  Hasta la orilla del río Orinoco parece llegarse el brillo de la luna bochinchera, como si animara a medio mundo bolivarense a salir de farra, de conquista o de quién sabe.

Muchos ojos brillan, mirando hacia el agua.  En las barandas del malecón hay movida, grupos, sombras, parejas.  Y el murmullo implacable de voces y ruidos de vehículos.  Hasta al viento se le siente el silbido.

De pronto el ambiente se acalla un poco y los rostros parecen voltearse con cierta sorpresa.  Hasta la luna ─se dirá─ parece opacar su brillo.  Un novio por allá protesta la interrupción, debiendo dejar congelado en el aire un beso.  En algo se quiebra la regularidad del tiempo.

─¡Coño, que fastidio con estos tipos! ─parece musitar la noche.

Una cofradía de opositores venezolanos ─derecha política─ había llegado de improviso a las playas, y ahora se pasea por las aceras generando barullo.  Los guardaespaldas hacen su trabajo.  Los transeúntes deben apartarse ante el paso parsimonioso de sus excelencias.  Los trajes y vestidos de damas costosos intentan competir hasta con la misma luna, que ya había convencido a unos cuantos amantes a que le rindieran su acostumbrado tributo.  Relojes, collares, botones, brillan no tanto como cocuyos, sino estrellas.

La comitiva se va por allá, apartando masas, mirando a derecha o izquierda, olfateando el viento con la nariz en alto, calibrando qué mejor hacer para aprovechar el viaje a la tierra del Discurso de Angostura.  Después de casi obligar a medio gentío a rendirles su vieja y necesitada pleitesía, y después de arruinar montones de enamoradas parejas, finalmente, dobla a la derecha, allá a lo lejos, y se interna bajo los faroles de un elegante bar del bulevar.

─¿Y qué harán estos por aquí? ─pregunta un viejo de la plaza a otro.

─¿Coño, no lo sabes, viejo? ─exclama el segundo─.  Son los diputados de la Asamblea Nacional, de oposición, que vienen a la sesión de mañana por la conmemoración del discurso de Angostura...

─Pero no asistirán ─interrumpe rápidamente un tercero─.  Ya lo dijeron.

─¡Ah, sí, yo oí algo de eso... ─dice el primero─.  ¿Pero que hacen, entonces, por aquí?

─¡Concho, viejo, ¿qué más?!  ¡Vienen a gastar sus reales!  No irán a la sesión, eso lo sabemos, pero, ¡mira!, ya calientan sus motores dentro del bar...  Y te digo: si hay sesión, la miraran reunidos todos ante un  pantalla plana de TV de más o menos 50 pulgadas, como saben ellos hacer sus cosas.  ¡Y cómo se reirán con su sabotaje!

─Si, porque vienen es a eso, a burlarse…

─¡Y cómo hacen sus cosas, estos carajos!  No van a la sesión, pero no pelan el chance para  viajar, visitar lugares costosos y tomar caña. ¡Qué viva el güisqui, no joda!

Mientras los opositores están internados en el ambiente del selecto mesón, la noche, la luna, los ruidos, el agua, los amantes, el viento y los viandantes vuelven a su rutina.