miércoles, 10 de octubre de 2007

Historia leve del capitalismo

Ahora que en América Latina soplan vientos de cambio y desde sus cuatro polos se oyen voces que protestan y piden revisiones, y cuestionan el modelo capitalista en medio del cual viven y profundizan discusiones y se organizan y desenmascaran la ferocidad de una clase explotadora ya secular y claman por una justa distribución de la riqueza y claman por un nuevo enfoque, y hallan en Venezuela un baluarte y conciben esperanzas de reformas y unidad con las reacciones de países como Bolivia, Nicaragua, Ecuador y otros del cono más al sur; ahora que "la masa está pa' bollo, como se dice popularmente en Venezuela" (o como diría Alí Primera: "Ahora que el petróleo es nuestro"), brotan los teóricos y sesudos analistas por doquier buscándole explicaciones al desmoronamiento del sistema de cosas privilegiante en medio del cual medran.
-Se nos está complicando el pan, don Pedro Rottermayer -le musita muy pegado al oído el Dr. José Zuluoga.
-Sí, es verdad -tercia el joven Guaicaipuro Spencer, quien desde hace rato sabía de su preocupación-, ya no me caen tantos contratos del gobierno y mis empleados piden aumento de sueldo.
Los más audaces, sin jamás reconocerle una pizca al socialismo ese que anda cabalgando por ahí, se atreven a realizar un ejercicio de auto examen y reflexionan en el cenáculo de los medios de comunicación, y admiten que sí, que es posible que a lo largo de 400 años el modelo capitalista haya descuidado la dimensión ética y espiritual del ser humano [ojo, lo dijo un sesudo analista en la TV venezolana], pero que eso no quita que sea el modelo de los modelos a la hora generar y batir el cobre, acotando al final que usa estas expresiones para que el pueblo lo entienda.
-Pero ¿cómo..., cómo... -le inquiere el entrevistador con talante lo más preocupado posible-, cómo combatir semejante daño colateral capitalista? ¿Cómo..., cómo..., por ejemplo, subir el nivel de vida de los trabajadores para que la sociedad en general se sienta más próspera y deje de estar mirando hacia otros lados, donde anda este loco repartiendo réplicas de la espada de Bolívar a diestra y siniestra? ¿Estaría usted de acuerdo con un aumento general de sueldos y salarios o con una reducción de la jornada laboral, para dar directamente en una de las llagas de nuestro modelo, ya en sintonía con los clamores de tantos mártires que ha habido en el mundo, en especial los de Chicago?
El entrevistado reflexiona la respuesta, como si abriera una gaveta en su memoria, extrayendo una calculadora.
-No lo creo -dice finalmente, no pudiendo imaginarse el impacto de semejante medida en beneficio de los cuatrocientos trabajadores de su empresa-, eso genera inflación.
Pero la aplastante mayoría de los sesudos analistas y teóricos del sistema de oro se reduce repetir desde una gigantesca rama de árbol los defectos y maldiciones del tal modelo socialista, ese que pretende erigirse en competencia, intentando desalentar a sus seguidores: ya cayó el muro de Berlín, la URSS es cosa del pasado, China es capitalista, Fidel Castro se muere, Chávez es como un pichón que está aprendiendo a piar.
Y hasta se lanzan a las calles, a concienciar al pueblo, manejando costosísimos carros 4X4, aviones de propiedad personal, poderosísimos celulares y, en ocasiones, pantalones raídos para no crear suspicacias.
No experimentan ningún tipo resabio de conciencia cuando esperan, cínicamente, que un recogelatas salga del basurero para entregarle un volante con sus tan preciosas palabras propagandistas impresas.
Como los caballos, que usan gríngolas para no mirar hacia los lados, utilizan unos avanzadísimos dispositivos comprados en los EEUU que les impide mirar hacia adentro.

sábado, 6 de octubre de 2007

Una cuestión de clima

El sol mandaba en el firmamento, y ya a golpe de mediodía había mandado a unos cuantos paisanos al hospital envueltos en llamas de combustión. Los periódicos soltaban decenas de cadáveres desde otros países, como la India, donde se habían sancochado unas cien personas en medio de una temperatura de 52º. En las sombras de las arboledas y paradas del transporte público resonaban los comentarios:
-¡Este sol nos va matar! -se quejaban todos.
-Es el cambio climático -argüían los más cultos.
-¡Es Chávez, es Chávez! -los más locos.
Crucé la calle junto con una disociada de aquel último grupo que iba vestida con una especie de sayón negro, unos lentes oscuros y un ejemplar del diario El Nacional cuidadosamente protegido dentro de una carpeta transparente que también envolvía una caja de un aparato electrónico. Ofuscado por el calor, me sumergí en un centro comercial con aire acondicionado de esos gigantes que abundan en la ciudad y adelanté así unas cuantas cuadras hacia mi objetivo. Debía cancelar unas cuentas pendiente en la CANTV, central telefónica, ahora bajo la administración del gobierno, recientemente recuperada de las garras del capital extranjero, conjuntamente con otra de celulares.
En la calle, fuera del calor característico de la zona, se hablaba de las últimas movidas meritorias del gobierno, tanto en boca de afectos como desafectos, a saber: la nacionalización de la empresa de teléfonos, la construcción del viaducto Caracas-La Guaira y la organización de la Copa América de fútbol en nuestro país. También se sucedían algunos disturbios protagonizados por un grupo estudiantes de las universidades privadas del país, quienes protestaban la no renovación de la concesión de transmisión de un famoso canal de televisión, metido en los últimos años a agitador político. Aunque, dada la emoción por el evento de la Copa América, parecía avecinarse un momento de tranquilidad para el país.
Cuando arribé a la oficina telefónica, suspiré aliviado: el local estaba dotado con aire refrigerante y delante de mí no habían más de diez paisanos haciendo la cola. Ni siquiera habían abierto. Me puse a enviar unos cuantos mensajes telefónicos, por cierto. Pero mi concentración no duró gran tiempo que digamos, pues una sombra oscura a mi alrededor empezó a moverse de allá para acá y de aquí para allá, preguntando a todos a qué hora abrían o porque se tardaban tanto. Intenté continuar con mis mensajes, pero no pude: aquella sombra era perseverante en su agitación oscura, y me vi obligado a levantar la vista.
Allí estaba, dos cuerpos detrás de mí, resollante de la caminata, expresándose a través de un lenguaje rebuscadamente educado, la señora del sayón negro, la caja y el periódico, a quien yo había perdido de vista allá en la calle. Cuando oí que se quejaba del clima, del pésimo servicio, de las imperfecciones del mundo, de estrategias clandestinas confeccionadas para torturar ciudadanos, me dije que la cosa prometía, y así fue en efecto.
Cuando a la una con quince abrieron las puertas, una bocada de aire frío nos terminó de refrescar y nos acomodó en fila ante el dispensador del ticket secuencial de atención al público. Yo tenía el puesto diez, como dije, la señora de luto el doce, y así empezamos a esperar. Pero la doña no se aguantó mucho y, como haciendo notar su clase, quiso ser atendida primero, dirigiéndose a la punta de la cola para sofocar la indignación de sus "justos reclamos".
Le formó un zafarrancho al pobre empleado, quien se obstinó en decirle que no la podía atender hasta que llegara su turno en la cola. El pobre hizo la digestión de su almuerzo quizás deseando volver las entrañas. Nadie pudo permanecer incólume en la cola; unos, que leían la prensa, y otros, que se empeñaban en no dejase afectar, tuvieron que mirar. La dama vociferaba recorriendo la cola de extremo a extremo, lanzando denuestos contra el pésimo servicio de la compañía, contra el gobierno que había venido a echar a perder todo al nacionalizarla y casi contra su propia madre que la parió de lo furiosa que estaba. Temblaba, y al esgrimir entre sus manos la caja y el periódico parecía querer presentar pruebas de lo que decía.
Aquello fue temible, paisanos. Una joven piadosa le sugirió que se calmara, porque le podía ocurrir algo a su salud; otras damas, más escépticas, no parecían comerse el cuento y le pedían que hiciera la cola; un viejo por allá le gritó que fuera a los organismos competentes a denunciar. Entonce la regordeta señora explicó que debía ser atendida pronto porque ella tenía ya tres días reclamando a la monstruosa empresa y nada que la atendían; que todo era "kafkiano" (mientras miraja a los demás de reojo) y aducía, además, que estaba aquejada de una lesión renal y que había que apurarse porque no podía enfurecerse debido a que podía hasta morir.
Se calmó por unos momentos y regresó a su doceavo puesto en la cola, acompañada siempre por su periódico El Nacional y caja. Allá explicó que la misma contenía un teléfono promocional que había comprado unos días antes y que todavía no hacía ni pío. En ese momento de remanso juró vengarse de la CANTV, de ir a los tribunales, de hacer pagar hasta el que limpia por todo lo que había sufrido, víctima de un gobierno malvado y dispensador de aterrorizadores servicios públicos. Hizo varias llamadas a personas influyentes y con ellas se trabó en una conversación donde le parecían asegurar la erradicación de tan funestos males para la república. La fiscalía, el tribunal, los jueces...
En ese momento todos mirábamos, manteniéndola en calma, pues sus ojos giraban peligrosamente hacia otro empleado que muy cercano a nosotros se acomodaba en su puesto para empezar el trabajo. Se diría que deseaba aplastarle el teléfono sobre la testa.
Finalmente, cuando todo parecía calmado, el viejo aquel de "los organismos competentes" se le acercó y en sana paz le dijo:
-Vea, señora, el gobierno revolucionario de nuestro comandante Chávez dispone también de una oficina donde usted perfectamente puede realizar sus reclamos y tener luego la seguridad de que su denuncia será tomada en cuenta. ¡Vaya al INDECU! Es allí donde tiene que ir; nada de tribunales ni de jueces, ¿para qué gastar su dinero?
La doña entornó los ojos, mirando al recién llegado como a un extraterrestre, palideció, sudó copiosamente como si de repente sufriera toda la violencia del clima de la ciudad y, después de unos espasmos, se desmayó.
De seguro fue el cambio brusco de la temperatura -suponían algunos-: del sol inclemente al aire acondicionado de la oficina.

viernes, 5 de octubre de 2007

La horca de Hussein

La condena a muerte de Hussein tiene a los escualidos locos de enfermiza alegría. No quieren ni esperar el momento para asistir a la Plaza de los Ajusticiamientos y observar como convulsiona en medio de los espectaculares estertores. Agotaron las estradas, y en este momento seguramente preparan alusivas pancartas color negro con sangrientas inscripciones como estas: "¡Muerte al tirano!", "¿Dónde está tu pueblo, que no te salva?" "La justicia llega, aunque tarde" "¡Ni un paso atrás!"
Cuando leo las últimas palabras, no me puedo contener y le digo a la señora que se afana en diseñar las letras:
-Señora, pero...
Ella levanta un rostro transido de amor por la patria, protegido contra el sol por una pañoleta de blancas estampas con la imagen de un caballo y siete estrellas.
-¡Pero señora, si a quien van a ejecutar es a Hussein, no al presidente Chávez!
-¿Cómo? ¿Estás loco? -me espetó con cara de presidente de canal golpista- ¿Dónde tienes los pies puestos, criatura?
Al ver aquella mirada inyectada de loca adrenalina, chisporroteante de convencida realidad, continué mi paso tranquilo, pues no soy amigo de reyertas dialécticas en la calle. Mientras andaba, leí bien la noticia y me cercioré de lo que ahí se anunciaba. Respiré hondo, pero por un momento me sentí conmovido respecto de mi lucidez y lo primero que hice fue darle una patada a un perol de basura para sentir el dolor de andar vivo en un país abrumado de recogelatas mentales.