martes, 30 de junio de 2009

La cólera de Antonio Ledezma

Una figura humana recorre la orilla de la playa, no sabiéndose si es una de Margarita o de la Guaira, aunque lo más probable es que se trate de una de las del primer sitio, dado que se le ha convertido en un destinatario rutinario donde cobijarse cuando las marchas callejeras toman un cariz complicado y se ve en la necesidad de abandonar a su suerte a sus seguidores.

El sol anda ya marchito, pegando rasante contra la superficie del agua, como cuando uno lanza una piedra que rebota y rebota. Está llegando la noche y el horizonte deja sentir con más fuerza sus ruidos.

La figura camina taciturnamente, deteniéndose a destajo para agacharse y tomar puñados de arena para luego lanzarlos al viento; o una piedra, lisa y plana, para lanzarla rasante sobre las aguas.  Camina, se detiene, se agacha, repitiendo cíclicamente la conducta hasta que se le acaba la orilla, allá donde están las piedras,  volviendo  sobre sus pasos.

Su frente calva brilla inconfundiblemente al reflejo de una luz que ya va haciéndose de estrellas.  Se trata de Antonio Ledezma, un político opositor venezolano, Alcalde Mayor de Caracas, hasta hace pocas horas de viaje por los EEUU, país de sus idolatrías neoliberales, donde fue a denunciar al presidente de su país, Hugo Chávez, como “forajido”, comunista y arrebatador de democracias, amén de ser complaciente con grupos terroristas, como las FARC.

Se había plantado en la sede del grupo de estudios neoyorquino Consejo de las Américas, frente a una numerosa asistencia de importantísimos empresarios.  Y lo había dicho con toda claridad, con la mayor valentía, como bien le cala a un hombre de su condición, futuro presidente de Venezuela:  Chávez es un tirano, un terrorista, un violador de los derechos humanos, un forajido, un amigo de guerrilleros, un injerencista en los asuntos de otros estados, un…  En fin:  lo había dicho.

Y aquella gente le aplaudía entusiastamente, haciéndole recorrer un gustito soberbio por las espaldas, sensación que le hacía acrecentar sus propósitos de ser alguien grande para Venezuela, la patria de Bolívar y de Washington también, dado que sus ideas de integración contemplan a las Américas fundidas en una sola.

--¡Bandido que es Hugo Chávez! –musita dientes adentro.

Pero todo se había arruinado con el golpe de los gorilas en Honduras, hecho que lo dejaba sin pantallas ni micrófonos para relatar sus audacias, debido a que todo el mundo –hasta el gato- andaba pendiente de si restituían a su defenestrado presidente.   ¡Maldición de las maldiciones!  Y pensar que había puesto bastantes esperanzas en los pormenores de su visita para publicitarse a fondo en Venezuela como el futuro contendiente presidencial del tirano, ahora exportado extrafronteras.  Mas siempre surge un inconveniente que sabotea el dulce acontecer de la vida.   ¡Ah, los EEUU, su gente, su modelo, la energía que insufla en el alma a cualquier proyecto de implantación política!   ¡Ah, ah, con los gringos!

De pronto el cerco de sus guardaespaldas, situado a unos 50 metros, se estremece, corriendo uno de ellos hasta el político, preguntándole con atoro “¿Qué sucede, jefe?  ¿Qué sucede?”

Ledezma se había echado a correr intempestivamente hasta donde estaba un túmulo de piedras, agarrando una más grande de la cuenta, levantándola con ambas manos para lanzarla luego con furia contra una ola que se acercaba.

--¿Por qué el sabotaje? –gritaba-.  ¿Por qué?, ¿por qué?, si yo soy un demócrata y lo único que quiero es luchar por mi país.

Cuando el guarda lo deja, arrodillado sobre la arena, ya había anochecido.

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